sábado, 29 de diciembre de 2007

Bear Rogers


Hace rato que no actualizan Hombres que se parecen a Kenny Rogers, pero igual puedo recorrer ese sitio sin cansarme millones de veces. Es la panacea para quienes gustan de las barbas canosas, para los que les parece magnético el look del cantante country. Las galerías de fotos son una repetición de clones de KR, que puede divertir mucho pero también asustar un poco. Fijensé y encontrarán a Papá Pitufo, a Lon Chaney, a George Lukas, a imitadores profesionales y a una serie de anónimos de lo más variados. Mi preferido, justamente elegido "Kenny del mes", es Cactus Kenny. Pinchame que me gusta.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Alterar la calma


Ni ver varias veces Qué bello es vivir en cine me pudo convencer de que la navidad es algo, espiritualmente hablando (tal vez me convenció, sí, de que el cine es mi religión). Mi negación a eso que las películas estadounidenses llaman espíritu navideño es total; aunque este año, el destino me mandó una prueba para desafiar mi escepticismo.
Tras los trámites rituales de la cena de noche buena, Vitel Thoné y ensalada rusa incluidos, volvía a eso de las 2am a dormir solo a casa. Caminaba por Av. Pueyrredón e iba cantando en voz alta el último mantra de Sr. Tomate, “La palabra macabra”, repitiendo la única parte de la letra que recordaba: “Las palabras salen de tu boca y ya no te pertenecen más”. Antes de cruzar Av. Córdoba, veo que un pibe de unos veintipico, remera verde y jean, apoyado en el semáforo, me mira muy atentamente. Su mirada, en realidad, casi me sacaba una radiografía. Por un momento pensé que él estaba yirando (esto es deformación libidinal), pero desgraciadamente no era mi target así que seguí viaje sin mosquearme. Al final de la vía peatonal, antes de poner mis pies en la otra vereda, oigo que vienen corriendo por atrás. Pensé que el semáforo estaba por cortar y alguien apuraba el paso. Pero no, era el pibe que me quería alcanzar, que me pasa y que una vez que subo la vereda me encara: “¿Vos sos Diego Trerotola, no? ¿Sos de El Amante?”. Respondo con un sí a las dos cosas. El estaba agitado por la carrera y parecía que temblaba un poco por los nervios. Continuó: “Bueno, te quiero decir que la nota que escribiste sobre The Host me cambió la vida”. Después de la última frase yo también me puse a temblar. Las últimas tres palabras fueron como una trompada, me desfiguraron la cara. Nadie está preparado para una cosa así. Mi acto reflejo fue decir gracias (creo que repetí gracias como seis veces porque quedé como tarado). El siguió con unos elogios, me comentó algunas cosas que escribí en la nota y, luego, creo que repitió la frase matadora (o, tal vez, mi mente la repitió para poder creerla). Porque todo me parecía un poco mentira: uno (o al menos yo) está acostumbrado a descreer de las críticas buenas y tomarse en serio sólo las malas. Pero, en realidad, había algo que le daba veracidad a la frase: la corrida. La verdad de su gesto estaba en su decisión de correr para alcanzarme, eso hacía, para mí, totalmente creíbles sus palabras (“No existen palabras de amor, sino actos de amor” dice uno de los personajes de Bresson). La carrera demostraba también que se trataba de un valiente capaz de encarar a un desconocido en la calle y poder abofetearlo con sus sentimientos. Me dijo que estudiaba Artes en la UBA. Le pregunto el nombre y responde "Fabio". No sabía qué más decirle o preguntarle. La sorpresa de semejante acto de amor me había dejado knock-out. Le digo mi mail y agrego: “Si necesitás algo escribime”. No sé, fue lo único que me salió. Después seguí caminando, tratando de que mi corazón hipertenso vuelva a su ritmo de vida. Una vez en mi casa, un poco más calmado, me arrepentí: ¿por qué no lo invité a tomar algo? ¿por qué no hablé más con él? Me sentí un maleducado. “Ya habrá tiempo, me va a escribir”, me tranquilizaba mentalmente. Luego puse el disco, todavía inédito, de Sr. Tomate y apareció la frase que no recordaba de “La palabra macabra”: “Esclavo aquel que no dice más para no alterar la calma”. La vida, algunas veces, tiene la banda de sonido que se merece.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Tetera


En 1962, la policía de Mansfield (Ohio) ubica una cámara de 16 milímetros oculta en el baño público de la plaza principal de la ciudad. Amparados en la Ley de Sodomía, se usó el registro como prueba para encarcelar a treinta hombres adultos que tuvieron sexo de mutuo acuerdo en ese baño. El FBI luego recicló ese metraje como parte de The Sex Deviant, una película para entrenar a policías que perseguían homosexuales. William E. Jones encontró el registro original de la cámara oculta policial y lo presenta con una “mínima” intervención. Una experiencia radical donde, en el colmo del voyeurismo incorrecto y represivo, se combina un exhibicionismo extremo con una recurrente fuga al fuera de campo. Con ecos del Guy Debord situacionista, Jones plantea una apropiación del metraje original y, al mismo tiempo, un desvío de su sentido original al rebautizarlo simplemente con la jerga propia de la cultura gay: Tearoom, equivalente a “tetera” en español, es un código para referirse a los baños elegidos para encuentros sexuales. Esta película, estrenada mundialmente en el último Bafici, propone una discusión sobre la relación entre espacio público y privado, las formas políticas de la construcción de la identidad y, al mismo tiempo, la represión sobre la diversidad sexual. Una discusión vigente y cada vez más necesaria.

El próximo domingo 23, a las 20 hs., en el Malba se realizará una función gratuita de Tearoom (EE.UU., 2007, 50'), un documento presentado por William E. Jones. Luego se realizará una mesa de debate. La entrada es libre y gratuita.

martes, 18 de diciembre de 2007

El Gordo de Navidad


Aclaro que, si bien pesebre y árbol navideño no me interesan, soy un estricto fanático de las navidades, especialmente de su gran protagonista: Papá Noel. Sé perfectamente que el hombre del Polo que le lleva regalos a los niños que se portan bien es un invento de Coca-Cola. Sin embargo, creo que, como dijo el sabio francés: "Somos hijos de Marx y de la Coca-Cola"; el rojo lo tiñe todo y une lo imposible, como si se tratara de hermanos de sangre.
Tal vez, mi principal entusiasmo por la navidad se relaciona con que siempre fue carne de cañón para el disparo punk: desde la gran canción "Merry Christmas (I Don't Want to Fight Tonight)" del cerebro vaciado de Ramones (se puede ver el video en el sitio oficial) hasta "Feliz Falsedad" de los mil a gritos de Soziedad Alkoholika. En Argentina, está el primer disco de Attaque 77, que hoy considero rescatable, hasta la gran primera parte de la trilogía de El mató a un policía motorizado: Navidad de reserva. Todavía recuerdo como un vívido momento emotivo de principios de los 90, haber visto en Cemento un recital de Las Pelotas donde cantaron "Noche de Paz" de Sumo, un villancico en versión grito punk.
Hace un par de días, revolviendo en esos locales de historietas usadas que visito seguido, encontré un ejemplar de la serie de "Clásicos del cine" con mi película preferida de Navidad: Santa Claus conquista a los marcianos (1964). Película clase Z, kidsploitation sin culpa, con un robot de latón que parece un tipo incrustado en un aparato de aire acondicionado. La película es una locura muy divertida post50, como si fuese una ruina del imperio dorado de la ciencia ficción clase B de la década anterior. Ya tenía la Filmfax #53 que le dedica la tapa a esta película y, ahora, esta historieta suma en mi colección de memorabilia basura.
Pero, ante todo, Papá Noel es una figura erótica para mí. Barba, canas y panza alcanzan para aplacar las ganas. En Santa Claúsula (1994), el padre divorciado Scott Calvin (Tim Allen) se vuelve gordo y viejo a causa de un hechizo y tiene que encarnar a Papá Noel. Al final de la película, su mujer le dice que tendrían que tomar vacaciones; y el gordo Allen acota un último chiste: "Tenemos que ir a un lugar donde no haya playa". A mí no me pareció nada gracioso, más bien indignante. ¿Como que los gordos temen o no deben mostrar sus panzas en las playas? Creo que esa es la línea más osofóbica de la historia del cine; y no hay ningún lugar que se parezca más al paraíso que una playa llena de panzones orgullosos, o de PapáNoeles en bolas. Ese lugar es mi Feliz Navidad.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Ya nadie va a escuchar tu remera


Hace menos de dos meses, The New York Times publicó un gran artículo autobiográfico de David Giffels, uno de los guionistas de Beavis and Butt-Head (lo reproduzco abajo en inglés porque muchas veces es difícil entrar al diario neoyorquino). La anécdota del artículo proponía una mirada actual sobre la herencia del rock en las futuras generaciones, tema central en este año argento gracias a Peter Capusotto y sus videos. Específicamente, Giffels se plantea un dilema a partir del pedido de su hijo de diez años, que quería una remera de Ramones para su cumpleaños.
La simple y perfectamente tierna anécdota del artículo me disparó dos recuerdos. El primero es una escena de Billy Madison, la película incial de Adam Sandler, cuando todavía era el muchacho punk de la comedia americana. En un colegio primario, en un recreo, el personaje de Sandler recibe un pelotazo de sus compañeros de ocho años. Y, como toda venganza, comienza una guerra de pelotazos desesperada, que se musicaliza con la hermosa "Beat on the Brat" de Ramones. Evocada con nostalgia infinita tras la perdición actual de Sandler, esa escena es de las que obligan a rebobinar hasta gastar el vhs, para tratar de volverlo el loop de la última epifanía alegre del cine.
El segundo recuerdo corresponde al verano del 1986/87. Yo estaba inmerso en las rutinarias vacaciones familiares en Mar del Plata. Una noche cualquiera visitaba la feria más grande del verano: Ferimar. En un stand veo una remera de los Sex Pistols: Sid Vicious con gesto deforme, candado al cuello y ropa rota. Una foto famosa que yo veía por primera vez estampada en una remera blanca. Y justo ese año me había cansado de saltar y gritar al escuchar un cassette grabado de los Pistols: merecía llevarme puesto ese trofeo. No tenía ni un peso partido al medio y era imposible pedirle plata a mi familia. La única opción era robarla. El lugar explotaba de gente y no era tan difícil. Y así fue como, manoteando la remera entre la mesa de saldos (ahí estaba, sin merecer esa humillación), Sid Vicious terminó oculto debajo de mi remera, al mismo tiempo que corría entre los pasillos de stands hacia ninguna parte, huyendo de una autoridad imaginaria que iba a encerrarme por pibe chorro. No recuerdo como la oculté, como salí de Ferimar con mi familia sin que se enterasen de mi robo. Sí, en cambio, recuerdo que de vuelta en mi casa de Lanús, no me saqué la remera ni un segundo y pasé un verano punk inolvidable, relatando mi hazaña criminal en Ferimar hasta que el pecho se me inflaba. De tanto usarla, la foto de Vicious en blanco y negro se fue despintando progresivamente de mi remera hasta casi desaparecer; o tal vez la tinta fue absorbida por mi piel hasta hacerla sangre.
Nunca más tuve una remera de un grupo de rock: nunca pude robarme otra y creo que, luego de Ferimar, no sentía que comprarme una fuese algo digno: o robo o nada. Este año, en octubre, entré al Rock Shop, un local de Vancouver (BC, Canadá) y me compré un canguro de Ramones, para protegerme con su capucha de la llovizna perenne de esa ciudad. El tiempo cambia; un verano no dura toda la vida.


Shirt-Worthy
By DAVID GIFFELS *
Published: October 28, 2007

There is only one acceptable way to own a Ramones T-shirt. This is to have attended a Ramones concert, sweated, bled, transcended and then purchased one at a merchandise table en route to the concert-hall exit. (Preferably at the Rainbow Theatre, London, New Year’s Eve 1977, but that’s not a deal breaker.)
The closest I ever came to owning one was when, as a minor, I borrowed my older brother’s shirt from the “Pleasant Dreams” tour, his first-ever rock concert, which he attended with the brother of the B-level pop starlet Rachel Sweet and at which he purchased this garment with his last dollars. What I didn’t realize at the time was how firmly that shirt would establish a complicated precedent. Rock ’n’ roll paraphernalia had to be hard-won, meaningful and scented with personal experience. It required a depth of symbolic thought — something like what Bob Seger probably goes through when browsing at a Chevrolet dealership. Later, I attended several of the band’s shows myself, but it seemed too easy just to walk up and buy a shirt. Or maybe it was that none of the shows were epic enough to justify it. The iconic shirt had to be earned, on both sides.
I was comfortable with the fact that I did not own one. The self-deprivation reinforced standards of cultural behavior that were important to me. Not that anyone else would notice, since no one ever notices when you’re not wearing a particular item of clothing, unless that item is your pants. But I had internal street credibility, which, in Ohio, where I live, is sufficient.
Then I had children, which involves reconsidering everything you once believed to be true. (The relative grossness of vomit, for instance. Before parenthood, vomit is not considered Something to Catch in Midair, Barehanded.) So when my son asked for a Ramones T-shirt for his 10th birthday because he “wanted one,” the request was so culturally complex that I chose not to probe it. Instead I just headed to the mall.
I’m not one of those cool detached persons who pretend they don’t know that such a thing as Hot Topic exists. I knew about the store. Totally knew. It’s like a punk-rock version of Foot Locker. But I’d never glanced inside one. Not because I was above it. More like parallel. It contained things that once defined an entire value system but that I now no longer thought about.
Entering Hot Topic required a psychological recalibration. I passed into a room padded with shirts: the Germs, Dead Kennedys, Bad Religion, the Subhumans — punk-era bands that barely ascended to “underground” status and were now benefiting from the contemporary marketing of the obscure.
The tall stack of Ramones T-shirts was somehow familiar and almost heartwarming. It wasn’t nostalgia I felt. Nostalgia requires a past. This past never existed for me. I saw these shirts on other people, Californians mostly, in the pages of somebody else’s copy of Maximum Rock ’n’ Roll. These days, things that should be rare are startlingly available. Could it be, I wondered, that my children will never have to struggle? And that Hot Topic is the metaphor for this? I wanted this to be true as much as I wanted this not to be true.
I dug through the stack. It ended at Adult Small. He’d have to grow into it. I took it home, wrapped it and set it with the other packages of 10-year-old-boy gear.
He wore it for the first time to a friend’s cookout. The kids ran off to play, and the parents chatted on the patio. Soon he came running, his forearm half-covering his eyes, the conflicted gesture of a 10-year-old boy Trying Not to Cry, which, if you are not made of obsidian, will break your heart in four seconds.
“What is it?” I asked. He twisted himself sideways, pulling the tail of his shirt out to show me.
“The fence,” he exhaled over the cliff of his throat.
There was a jagged rip, maybe two inches, trailed by a thread of hem. We dads locked eyes in simultaneous understanding.
“No,” one said. “You just made it better.”
I wanted to explain that very truth — that just as emotional pain brings us closer to God, so a rip in our Ramones T-shirt brings us closer to Sid Vicious. But in a moment like that, the notion of conveying wisdom is as relevant as trigonometry offered to a quicksand victim.
“We can get another one,” I said.
Which we did. Obtaining a replacement was a mere errand, devoid of ethical-cultural implications, $20, cleanly exchanged.
And this is how I ended up owning a Ramones T-shirt, a little snug, with a rip in the bottom, and wearing it with a clean conscience. Because no responsible father ever wastes a perfectly good shirt.

* David Giffels, a former writer for “Beavis and Butt-Head,” is a columnist at The Akron Beacon Journal. His memoir, “All the Way Home,” will be published next spring.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Tortolitos


El pasado 8 de diciembre, en el nuevo departamento de Once que coalquilamos con Norberto desde hace unos cinco meses, no armamos ni arbolito navideño ni pesebre. Bah, pesebre no armamos nunca desde que nos conocemos hace casi diez años. Y ese sábado 8, en la maceta de una de nuestras ventanas, se instaló oronda una paloma y puso un huevo. "Es nuestro pesebre", le digo a Norberto. "No puedo creer que vos pienses que a la paloma la envió dios. Es muy fuerte", me responde, sabiendo de mi ateísmo militante. No contesté nada, su respuesta era muy perfecta para arruinarla con una aclaración rápida.


Al otro día, la paloma, que ya había confirmado nuestra aceptación y hospitalidad, puso otro huevo, como sellando la morada definitiva para sus crías. Ahora su nido en nuestra ventana nos tiene expectantes; todos los días encontramos pequeñas sorpresas y si no las inventamos: Norberto me llamó a los gritos ayer porque creyó que habían nacido los pichones, pero era pura alucinación, en parte provocada por uno de los huevos que había cambiado de lugar.

Hoy, por ejemplo, la novedad fue poder ver dos veces la llegada del palomo de visita por el nido, con el mismo exacto plumaje gris que la paloma empolladora. Cada una de las veces que el macho apareció, la hembra se levantó al recibirlo, dejando ver los huevos, como si tratase de mostrar a su pareja la fértil producción doble.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Fotorizado


Los camiones sin acoplado atraviesan la web como fantasmas sin límite de velocidad. Además de muchos flogs que multiplican las imágenes de los recitales, hace un tiempo la banda tiene una ruta perfecta para acelerar: es Vienen bajando, un archivo motorizado patrullado por el amigo Mariano, compañero de pogo espacial. Y cuando no está pogueando, M. se distrae subiendo información, audio, videos, fotos, etc., a ese impecable FanSite de El mató a un policía motorizado (la última actualización fueron las letras de las canciones). También subió unas fotos que saqué en el último Festival de Cine de Mar del Plata, donde la cuadrilla dio un recital en el marco del SoundSystem.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Dale, dale, dale, sacale una foto


¿Hay alguna relación estrecha entre el crítico y eventual guionista Roger Ebert y el pintor y cineasta David Lynch? Dejando de lado, claro, la obligada tarea del primero de criticar las películas del segundo. Sí, hay, y la relación es perfecta: Lynch y Ebert son algunos de los personajes más divertidos que justifican la idea del blog Hombres que parecen lesbianas viejas.
En la foto de arriba está Bruno Gelber, fácil exponente local para el blog.
Nota: me dijeron que ese blog salió comentado hace poco en el suplemento Radar de Página/12, no encontré el texto para linkearlo.

viernes, 7 de diciembre de 2007

La noche gira


Se repite el rugido electrónico en versión DJBEAR. Es hoy después de la medianoche, la hora exacta en que los murciélagos giran ciegos alrededor de la bola de espejos.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Child's Replay


La ansiedad me consume: se rumorea que en 2009 Don Mancini dirigirá su segunda película, nada menos que una remake de Chucky, el muñeco diabólico (Child's Play, 1988). Para recordar la ópera prima de este intrépido creador, copio la crítica publicada en El Amante N° 154.

El hijo de Chucky / Seed of Chucky
ESTADOS UNIDOS, 2004, 87’, DIRIGIDA POR Don Mancini, CON Jennifer Tilly, Brad Dourif, Billy Boyd, Hannah Spearritt, John Waters, Redman.

Puede que no exista guionista menos legitimado y menos versátil en Hollywood que Don Mancini, pero el tipo es un héroe de la resistencia. Con excepción de su primer guión, Cellar Dweller (1988), su carrera en cine se reduce a su rol de creador y guionista de toda la franquicia Chucky (Child’s Play, 1988). Don Mancini es, tal vez, una versión berreta de Kevin Williamson, el guionista de la saga Scream. Y debería estar en el libro Guinness como la persona que más en serio se tomó la ridícula tarea de sostener por más de quince años un juego de niños. Y, sin embargo, luego de los fracasos de las partes 2 y 3, Don no claudicó y sacó el muñeco adelante con La novia de Chucky (1998), algo así como una remake pirata de la película camp de James Whale de 1935. Y luego Mancini, en un caso de doble o nada, reafirmó aún más su compromiso con El hijo de Chucky, no sólo como guionista sino también debutando como director de sus juguetes asesinos. Convertida en saga familiera, una forma de serialidad tolerada, esta nueva entrega llega a buen puerto gracias a seguir la lección de Joe Dante en Gremlins (1984) y su secuela: no se puede hacer la Historia sin autodestruirse a cada paso, sin reírse del pasado, sin contar como comedia lo que antes era drama. Y El hijo de Chucky es un juego reflexivo-destructivo-cómico del tipo Matinee (1993) de Dante: el monstruo como centro del universo, que se apropia del sentido y convierte todo en espectáculo deforme que pone en crisis la forma(lidad) de las cosas. En esta película lo más monstruoso es que un hijo no venga con alguna etiqueta genérica, masculina o femenina, y que sea un Glen or Glenda (1953) cualquiera, un mal clon edwoodiano. Algo parecido a una cruza de Bowie/Stardust con el Chris Walken de La leyenda del jinete sin cabeza (1999), ese hijo es aberrante y asusta incluso a sus monstruosos padres cool, ahora devenidos miembros de la gran religión infradotada de Homero Simpson. Por eso el pequeño papel de John Waters resulta de una coherencia extrema: ¿quién si no él hizo del sexo y el género una situación monstruosa para el bienpensante espectador medio (pelo)? El hijo de Chucky, película y personaje, es un juguete mal ensamblado, y ese es su gran aporte crítico a la alta cultura basura. Gracias, Don.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Prenderte fuego: postpogo espacial

Estas tres fotos pertenecen a la noche boca arriba que tuvo la correspondiente crónica en su momento. Pero como las fotos fueron posteadas por separado en diversos fotologs y demás, acá tienen la secuencia final completa del pánico escénico reconstruido cronológicamente (de la montaña humana al reposo postpogo durante el fragor de Prenderte fuego). Estas imágenes son posibles gracias a las miradas de Sebaclint y Brixie, infatigables ojos fotográficos de los recitales de El mató a un policía motorizado.