Ni ver varias veces Qué bello es vivir en cine me pudo convencer de que la navidad es algo, espiritualmente hablando (tal vez me convenció, sí, de que el cine es mi religión). Mi negación a eso que las películas estadounidenses llaman espíritu navideño es total; aunque este año, el destino me mandó una prueba para desafiar mi escepticismo.
Tras los trámites rituales de la cena de noche buena, Vitel Thoné y ensalada rusa incluidos, volvía a eso de las 2am a dormir solo a casa. Caminaba por Av. Pueyrredón e iba cantando en voz alta el último mantra de Sr. Tomate, “La palabra macabra”, repitiendo la única parte de la letra que recordaba: “Las palabras salen de tu boca y ya no te pertenecen más”. Antes de cruzar Av. Córdoba, veo que un pibe de unos veintipico, remera verde y jean, apoyado en el semáforo, me mira muy atentamente. Su mirada, en realidad, casi me sacaba una radiografía. Por un momento pensé que él estaba yirando (esto es deformación libidinal), pero desgraciadamente no era mi target así que seguí viaje sin mosquearme. Al final de la vía peatonal, antes de poner mis pies en la otra vereda, oigo que vienen corriendo por atrás. Pensé que el semáforo estaba por cortar y alguien apuraba el paso. Pero no, era el pibe que me quería alcanzar, que me pasa y que una vez que subo la vereda me encara: “¿Vos sos Diego Trerotola, no? ¿Sos de El Amante?”. Respondo con un sí a las dos cosas. El estaba agitado por la carrera y parecía que temblaba un poco por los nervios. Continuó: “Bueno, te quiero decir que la nota que escribiste sobre The Host me cambió la vida”. Después de la última frase yo también me puse a temblar. Las últimas tres palabras fueron como una trompada, me desfiguraron la cara. Nadie está preparado para una cosa así. Mi acto reflejo fue decir gracias (creo que repetí gracias como seis veces porque quedé como tarado). El siguió con unos elogios, me comentó algunas cosas que escribí en la nota y, luego, creo que repitió la frase matadora (o, tal vez, mi mente la repitió para poder creerla). Porque todo me parecía un poco mentira: uno (o al menos yo) está acostumbrado a descreer de las críticas buenas y tomarse en serio sólo las malas. Pero, en realidad, había algo que le daba veracidad a la frase: la corrida. La verdad de su gesto estaba en su decisión de correr para alcanzarme, eso hacía, para mí, totalmente creíbles sus palabras (“No existen palabras de amor, sino actos de amor” dice uno de los personajes de Bresson). La carrera demostraba también que se trataba de un valiente capaz de encarar a un desconocido en la calle y poder abofetearlo con sus sentimientos. Me dijo que estudiaba Artes en la UBA. Le pregunto el nombre y responde "Fabio". No sabía qué más decirle o preguntarle. La sorpresa de semejante acto de amor me había dejado knock-out. Le digo mi mail y agrego: “Si necesitás algo escribime”. No sé, fue lo único que me salió. Después seguí caminando, tratando de que mi corazón hipertenso vuelva a su ritmo de vida. Una vez en mi casa, un poco más calmado, me arrepentí: ¿por qué no lo invité a tomar algo? ¿por qué no hablé más con él? Me sentí un maleducado. “Ya habrá tiempo, me va a escribir”, me tranquilizaba mentalmente. Luego puse el disco, todavía inédito, de Sr. Tomate y apareció la frase que no recordaba de “La palabra macabra”: “Esclavo aquel que no dice más para no alterar la calma”. La vida, algunas veces, tiene la banda de sonido que se merece.
Tras los trámites rituales de la cena de noche buena, Vitel Thoné y ensalada rusa incluidos, volvía a eso de las 2am a dormir solo a casa. Caminaba por Av. Pueyrredón e iba cantando en voz alta el último mantra de Sr. Tomate, “La palabra macabra”, repitiendo la única parte de la letra que recordaba: “Las palabras salen de tu boca y ya no te pertenecen más”. Antes de cruzar Av. Córdoba, veo que un pibe de unos veintipico, remera verde y jean, apoyado en el semáforo, me mira muy atentamente. Su mirada, en realidad, casi me sacaba una radiografía. Por un momento pensé que él estaba yirando (esto es deformación libidinal), pero desgraciadamente no era mi target así que seguí viaje sin mosquearme. Al final de la vía peatonal, antes de poner mis pies en la otra vereda, oigo que vienen corriendo por atrás. Pensé que el semáforo estaba por cortar y alguien apuraba el paso. Pero no, era el pibe que me quería alcanzar, que me pasa y que una vez que subo la vereda me encara: “¿Vos sos Diego Trerotola, no? ¿Sos de El Amante?”. Respondo con un sí a las dos cosas. El estaba agitado por la carrera y parecía que temblaba un poco por los nervios. Continuó: “Bueno, te quiero decir que la nota que escribiste sobre The Host me cambió la vida”. Después de la última frase yo también me puse a temblar. Las últimas tres palabras fueron como una trompada, me desfiguraron la cara. Nadie está preparado para una cosa así. Mi acto reflejo fue decir gracias (creo que repetí gracias como seis veces porque quedé como tarado). El siguió con unos elogios, me comentó algunas cosas que escribí en la nota y, luego, creo que repitió la frase matadora (o, tal vez, mi mente la repitió para poder creerla). Porque todo me parecía un poco mentira: uno (o al menos yo) está acostumbrado a descreer de las críticas buenas y tomarse en serio sólo las malas. Pero, en realidad, había algo que le daba veracidad a la frase: la corrida. La verdad de su gesto estaba en su decisión de correr para alcanzarme, eso hacía, para mí, totalmente creíbles sus palabras (“No existen palabras de amor, sino actos de amor” dice uno de los personajes de Bresson). La carrera demostraba también que se trataba de un valiente capaz de encarar a un desconocido en la calle y poder abofetearlo con sus sentimientos. Me dijo que estudiaba Artes en la UBA. Le pregunto el nombre y responde "Fabio". No sabía qué más decirle o preguntarle. La sorpresa de semejante acto de amor me había dejado knock-out. Le digo mi mail y agrego: “Si necesitás algo escribime”. No sé, fue lo único que me salió. Después seguí caminando, tratando de que mi corazón hipertenso vuelva a su ritmo de vida. Una vez en mi casa, un poco más calmado, me arrepentí: ¿por qué no lo invité a tomar algo? ¿por qué no hablé más con él? Me sentí un maleducado. “Ya habrá tiempo, me va a escribir”, me tranquilizaba mentalmente. Luego puse el disco, todavía inédito, de Sr. Tomate y apareció la frase que no recordaba de “La palabra macabra”: “Esclavo aquel que no dice más para no alterar la calma”. La vida, algunas veces, tiene la banda de sonido que se merece.
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