
1980 era un año que marcaba menos el inicio de una década que un
fin del siglo, porque tras las
contraculturales décadas del '60 y '70, había que cambiar abruptamente para no ser parte del pasado o ser absorbidos por la propia nostalgia, como
cantaban lúcidamente Ramones en su disco con
Phil Spector. En sincronía
punk con su tiempo, a partir de
Polyester (1981)
John Waters pegó un
volantazo para rotar la dirección: siguió haciendo que sus películas fueran artefactos peligrosos pero dejando de lado la agresión explícita de su primera etapa. Ahora
Waters hacía películas que se convirtieron en leves gestos incendiarios de apología de la delincuencia juvenil, apropiándose y subvirtiendo las típicas películas para adolescentes: así nacieron desde
Hairspray (1988) hasta
Cecil B. Demented (2000), pasando por
Cry Baby (1990)
y
Pecker (1998) . Todas eran relatos de rebeliones en formato estudiantil, algo
maximalistas y
panfletarios, pero en clave de comedia de juguete bélico. Así, desde un género comercial y
mainstream,
Waters insistió en su incorrección inconformista y barrial
made in Baltimore con nuevos parámetros. Porque con
Polyester Waters comenzaba con firmeza una nueva etapa: salía del cine
underground de la poética del
shock gráfico de
Pink Flamingos (1972) para meterse en el mundo de la
basura blanca estadounidense, pero manteniendo el mismo nivel de comedia anarquista con su mirada
camp, perturbadora, artificiosa, extrema. Y
Waters siempre fue más allá de los límites: no ancla en géneros en estados puros, con sus convenciones y repeticiones, sino que va en busca de las impurezas, generando esos ángulos extraños donde
Federico Fellini, R. W.
Fassbinder,
Kenneth Anger, H. G.
Lewis,
Andy Warhol,
Spike Lee y
Walt Disney pueden convivir en un conflicto a golpe de carcajadas.
Polyester lo planteaba de manera explícita y radical: el cartel de un
autocine anunciaba un doble programa de las películas de
Marguerite Duras; esto no sólo era un buen chiste sino también una declaración de principios de
Waters, basada en la violación permanente de los espacios estéticos regulados por la historia y la práctica (la tradición dicta que en los
autocines sólo se pasan ciertas películas de explotación comercial para jóvenes y adolescentes, pero nunca el cine
arty de Duras, con sus planos visuales estáticos y
antinarrativos). En perfecta sincronía, en una escena de la película, en el estreno de una sala de películas de explotación
Divine leía
Cahiers du Cinéma: de nuevo la lógica de la
desubicación, del gesto que empuja los límites de lo correcto. Y también la película de
Waters prolongaba la experiencia audiovisual tradicional: en su estreno, se le entregaba a cada espectador una tarjeta con diez casilleros para raspar y oler cuando la película lo indicara. Ese sistema se llamó
Odorama e iba más allá de los sentidos implicados en la experiencia cinematográfica habitual.
Igual estrategia de empujar los límites se pudo experimentar en la función de
Súper en el Festival Internacional de Buenos Aires: una película de
superhéroes en el espacio del
autocine que
desubicaba con su estrategia ideológica y de puesta en escena, que además implicaba un dispositivo de doblaje en vivo y algo de
performance más allá de los límites de la pantalla. En un
autocine local creado para la ocasión convivió un cruce extraño y
desconcertante, algo necesario en el panorama cinematográfico local.
Este texto es introducción y complemento de una nota publicada en el último número musical de
El Amante, que en el
blog de Súper se reproduce en versión
scanneada.