martes, 4 de julio de 2017

Extraña posesión


No sé cuántas veces vi El exorcista, en televisión y en cine, tanto el corte original como la versión extendida. Cada vez que la vuelvo a ver me sorprendo de detalles, además de que tengo mis propios fetiches a lo largo del relato. Ninguna versión es mejor que la otra, es un caso raro en la historia del cine. Y eso tiene su lógica, porque el demonio es transformación, cambio, legión, confusión. El corte original tiene ese aplastante realismo setentoso que la hace más fantástica, genéricamente hablando, y demoníaca que la pura fantasía desbocada. La spider walk, que consisten en Regan bajando la escalera contorsionada como una araña, es una secuencia virtuosa, incluso una de las más logradas de la película, pero quiebra la ambigüedad en relación a la posesión satánica muy pronto en el relato y, aunque puede desgastar los excesos del clímax, tiene una potencia física inédita para tiempos sin cgi, y por eso se agradece la inclusión en la versión extendida. 

Sin embargo, más allá de toda la violencia, el vómito y la blasfemia que ruedan escaleras abajo en ese duelo de catch entre la piba lucifer y las chupacirios, lo que siempre más me aterroriza de El exorcista son las secuencias de hospital. Cuando llevan a la adolescente a examinar, convertida en un cuerpo de estudio en quirófanos, los médicos la inspeccionan como un insecto en un frasco esterilizado, como bacteria en microscopio, y a mí se me ponen los pelos de punta. Esa sala de colores fríos, donde toda piel es potencialmente una amenaza viral y por eso está cubierta por barbijos, delantales, gorras, gasas y sábanas, es la máxima deshumanización, especialmente cuando el cuerpo está entregado a máquinas que lo atraviesan, lo radiografían. El infierno siempre me pareció un lugar más cálido, especialmente el infierno gélido en la habitación de Regan, una creación perfecta de la película: las llamas del averno convertidas en escarcha. ¡Si en el infierno no se necesita aire acondicionado siempre será mi lugar en el mundo! Por eso, en posesión de la creativa violencia de Satán, yo me siento más a gusto, me tuerzo de emoción y prefiero acomodarme en ese cuadrilátero abismal del cuarto de Regan antes que entre el disciplinario ascetismo de la ciencia médica.

Vi El exorcista por primera vez en tv en los 80, cuando tenía casi la misma edad de Regan, lo que implicaba una identificación primaria con ella. De hecho, fui el único de sexto grado que la vio completa en su primer pase televisivo, y eso me convirtió en el ídolo entre mis compañeros de colegio al otro día, quienes me pedían que cuente aquello satánico que había visto en mi Talent Color. A los demás pibes no los dejaron verla o no se atrevieron. Creo que El exorcista me convirtió en cinéfilo cuando tenía 11 años. Mi cinefilia comenzó como una forma de posesión diabólica, y por eso se resiste a cualquier curación, no tiene remedio.

No hay comentarios: