martes, 6 de septiembre de 2011

El trueno entre las hojas


Aunque trato y pongo todo mi empeño mental no pudo recordar cuándo escuché por primera vez a 107 Faunos. Quería empezar este texto describiendo la revelación de descubrir que sus canciones me conmueven, cómo fue que me pegó enfrentarme por primera vez con su escudería de pop/rock sísmico. Quiero pensar que me pasa esto porque creo que estuvieron ahí siempre, que mi relación con la banda no tiene principio o porque quiero que no tenga fin, que estén siempre, sin que pase el tiempo, sin que un día diga que sus canciones me hacen recordar algo que ya no soy ni puedo volver a ser. Quiero haber nacido y morir fauno. Les juro que escribo esto y me pongo a llorar como el peor idiota, como un pelotudo atómico. Tal vez, eso me pasa también porque mientras escribo suena el último Ep de 107 Faunos, El tesoro que nadie quiere, y me ataca la angustia del Gato mirando por la ventana de una ciudad que desaparece con la noche mientras se dispara en la sien un deseo sin límite: "quiero todo, todo el tiempo", canta y desespera, pero con la actitud del voyeur perplejo y hedonista, frente a una ventana donde se queda hipnotizado mirando la oscuridad y gozando, deseando ese vacío que lo atrae como un agujero negro por donde se deja caer. Algo en varias canciones de 107 Faunos es un poco suicida, como una intensidad total donde se deja la vida, como si en la expresión se les escapa el espíritu y quedaran desalmados; y tal vez por eso la recurrencia de Francisco López Merino, "Panchito", poeta platense que se suicidó a las 24 años en el baño del Jockey Club (en este nuevo disco, se lo invoca en el cover "Panchito en Hawaii"). O quizás, la brevedad de la mayoría de las canciones de la troupe fáunica sea la mejor forma de vivir la velocidad y la vibración de la caída al vacío, vértigo del éxtasis como música incidental para volar con el Delorean de Volver al futuro sobre un volcán en erupción que se ramifica en ríos de lava mientras escupe fuego (exactamente como pasaba en el simulador de esa película de Zemeckis). Siento que en cada canción de la banda hay algo de la experiencia de los simuladores de los parques temáticos, esos mecanismo que se abisman en el accidente mortal, intentando hacer lo más real posible una destrucción como un shock extremo que recuerda que gozás a pleno de tus signos vitales. Las canciones fáunicas son para quienes "soñamos con aviones cayendo". Esto me recuerda a Lighting Over Water, donde Wim Wenders le pregunta al agónico Nicholas Ray cuándo fue la primera vez que quiso experimentar la muerte sin morirse (el reverso de esa pregunta es la frase de Sin Aliento de Godard:Negrita "Quiero ser inmortal y después morirme"). Experimentar la muerte tal vez sea El tesoro que nadie quiere. O, mejor, ese tesoro es el deseo de todo, de la vida y de la muerte en un mismo grito, como todos los coros que abren grietas en las canciones en vivo de los 107 Faunos, siempre cambiantes, desajustados y volcánicos pero estoicos sin cancherear el desborde, sin teatralizar el descontrol ni ostentar el éxtasis.
Escribía para recordar como empezó todo, pero no puedo llegar al origen. En cambio, ahora puedo definir un poco qué me pasa cuando los escucho, eso de sentir caerme por una acolchada sensación de distopía infinita que me mantiene enchufado al deseo. Y no sabré como empezó todo, pero sé como sigue: los veré esta misma noche en Niceto y de nuevo les voy dejar la vida coreando alguna de esas canciones que me convierten en el inmortal aniquilado que soy, que quiero ser para siempre.

PS: Y si quieren leer un texto justo y bello sobre El tesoro que nadie quiere, lo pueden hacer con un click sobre la gran Marina Yuszczuk.

2 comentarios:

Nacho dijo...

Se festeja que vuelvas a escribir!

Diego Trerotola dijo...

Se agrade la exclamación. Abrazo.