Salté una mata de pasto que interrumpía mi camino y me agaché justo cuando un murciélago amenazaba con voltearme. Subí las escaleras a tiempo para saltar un barril que rodaba hacia mí. Disparé hasta que las serpientes quedaron petrificadas y me permitieron rescatar el tesoro. Un pato salió del camino prefijado y tuve que pegarle un tiro. Salté el fuego para poder obtener la llave. Esquivé al gato que me perseguía para poder seguir comiendo mi queso; cavé el túnel que me permitió disfrutar de las cerezas. Esto podría ser el núcleo de mi biografía en 8 bits, la época en que era un aventurero de joystick. Digo que podría ser mi biografía, pero miento, porque podría ser la de cualquiera que, como yo, hubiese gozado del paquete turístico ColecoVision que lo llevó por Smurf: Rescue at Gargamel's Castle, Donkey Kong, Venture, Carnival, Montezuma's Revenge, Mouse Trap, Mr. Do! Si no entienden de qué hablo es porque no vivieron los '80 a pleno, o no los vivieron desde el principio, y ponerme a explicar una década sería eterno e improcedente (y, además, para explicaciones están los links). Sólo agrego algunas cuestiones biográficas: los recursos familiares no me hubiesen permitido nunca tener una consola de videogames en mi casa, y el azar quiso que herede el ColecoVision de unos primos que se fueron a vivir a España (la llegada del "Coleco" a mi casa fue como si un plato volador hubiese traído a ET a mi living de Barracas al sur). Como estaba algo atrasado en relación a la tecnología (el ColecoVision ya había fracasado, el Atari se impuso y ya era desbancado por la Commodore) me daba vergüenza confesar que todavía jugaba a cosas tan rudimentarias como "el Pitufo" o el Venture. Sin embargo, esos videojuegos los disfrutaba en la intimidad como un chancho (como el chancho que siempre fui), dedicando horas a repetir trucos para pasar de nivel, acumular records personales absurdos, siempre esperando el milagro de conocer el final del juego, esperando que sea un climax visual prodigioso, ese non plus ultra para el shock que mi imaginación había alucinado tantas veces. No pasaba casi nada, pero la excitación porque se quiebre ese tiempo de tics, de reflejos condicionados, de mero mohín tecno, en que se había convertido mi vida adherida al joystick, siempre era una esperanza para seguir pasando pantallas.
Después (qué importará el después) mi vida adolescente me fue llevando por el camino del flipper y al videogame lo dejé de lado, para siempre. Apenas tuve una recaída con el Tetris (con otra consola que no sé bien cómo terminó en mi casa), pero fue un período muy corto, yo ya estaba en otra. Pero no me pregunten por otras formas, cualquiera de ellas, del videogame hasta la era digital porque desconozco: nunca, nunca jugué a ningún otro, apenas algún solitario del Windows (y la Playstation es un país tan extraño para mí como Corea del Norte). Mi sensibilidad gamer es, lo admito a pesar mío, puramente retro (pero sin nostalgia alguna), quedó formateada en los 8 bits. Por eso me interpeló inmediatamente La princesa está en otro castillo!, la convocatoria del Centro Cultural Vendrás alguna vez, y realicé un dibujo para formar parte del ciclo. Lo aceptaron, así que este fin de semana me verán por allí, contento por primera vez de mostrar en público lo asquerosamente fanático que fui (que soy) de la aventura del basural pop del videogame.
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