Voy a subir al techo a ver, admiraré el desastre bajo la luz de la luna gigante.
Mi próximo movimiento
Él mató a un policía motorizado
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Él mató a un policía motorizado
Algún recorrido posible de las historias del cine (el plural de historia es puramente godardiano) debería poder seguir los intentos de distintos cineastas por destruir el cine. Cineastas de impulsos criminales, francotiradores audiovisuales que, en lugar de seguir perpetuando una estética, una lógica, una esencia cinematográfica, quisieron arruinarla, aniquilarla, asesinarla. Godard, claro, es uno de los principales autores de estos crímenes, en parte un cómplice modesto del terrorista Guy Debord, quien alguna vez afirmó que quería asesinar al cine porque era más fácil que asesinar a un transeúnte (y lo logró en alguna de sus antipelículas más incendiarias). Así de oscuros son algunos creadores que usan la destrucción con forma expresiva-explosiva, que incluso llegan a hacer estallar literalmente las películas. Y, en este sentido, si se escribiese tal recorrido por la historia de la destrucción cinematográfica, algunas páginas deberían estar dedicadas a los finales de películas como Irma Vep de Olivier Assayas y Two-Lane Blacktop de Monte Hellman, o a cualquiera de los cortos del austríaco experimental Peter Tscherkassky, especialmente su Trilogía en Cinemascope. Momentos todos estos en los que la destrucción de la película proyectada se convierte en pirotecnia audiovisual, de ésa que además de encandilar llega a iluminar nuevas posibilidades de entender la imagen y el cine en general. Mi máximo ejemplo en este sentido es Gremlins 2, de Joe Dante, un catedrático de la destrucción (ver en EA 79 una nota sobre una de las últimas películas de Dante sabiamente titulada "Rompan todo"). Mientras se desarrolla una escena de caos masivo perpetrado por las extrañas criaturas de Gremlins 2, se comienza a quemar el celuloide de la película hasta que la luz blanca del proyector invade toda la pantalla. De golpe, los gremlins comienzan a hacer sombras chinescas sobre la pantalla blanca como si estuviesen en la cabina de proyección tras haber destruido la película. Así, en ese momento, el cine se convierte en un teatro de sombras grotesco, primitivo, absurdo, antinarrativo: la imagen fílmica sale del realismo fotográfico para encandilar con otros sentidos, con otra superficie visual. Y el falso accidente para Dante se vuelve un giro radical, pero con la premisa de que el espacio generado por la ruptura debe ser el atajo para salir a jugar, la destrucción es siempre diversión. Y Robert Rodriguez parece haber aprendido de ahí una de las tantas lecciones de los gremlins, para escribir la última gran aventura dantesca en la destrucción del cine: Planet Terror.
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