
Erotómano y fetichista,
Russ Meyer fue el máximo revolucionario del sexo en el cine: sus primeras películas se propusieron sacar la belleza opulenta de los cuerpos desnudos de los campos
nudistas, lugar donde se recluían en las primeras
nudies de exhibicionismo ingenuo. Con narraciones más elaboradas, con una mayor destreza visual acuñada en su cine de guerrilla en las trincheras reales,
Meyer destapó su fantasía sin pudor para sacar al erotismo cinematográfico de la puerilidad en la que todavía estaba en los ’50. Contra cualquier discurso del puritanismo estadounidense, parodiado en sus películas a través de narradores moralistas o de maniáticos religiosos, no era difícil que la temprana sensibilidad
queer se identificara con el
voyeurismo ilimitado de
Meyer. Los melodramas lujuriosos como
Lorna (1964) eran un festín para el gusto
camp que prefería el gesto ampuloso femenino y el modelo de la
supermujer: la idea era amplificar los rasgos femeninos no como caricatura sino como forma de volverlos
totémicos, poderosos. Y ahí estaban las infinitas tetonas protagonistas de todas las películas de
Meyer, descendientes directas de las
pechugonas fellinianas, pero en versiones activas de heroínas de acción violentamente sexuadas, nunca meros objetos de la mirada masculina. Y de ese molde
mujeril sale su clásico
queer por excelencia, la película de un culto casi infinito: la
road movie lésbica Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965). Con tres mujeres al volante,
Meyer lleva el subgénero de las chicas malas a su máximo volumen sexual. La película trata de seguir la velocidad de tres mujeres a la deriva de la ruta, pero la cámara no alcanza para encorsetarlas. La más inabarcable de las tres es
Tura Satana, que se convertirá en una leyenda de carne, hueso y tetas: será la
dominatrix lésbica más deseada, con una gracia que será la envidia de cada
drag queen que se precie. Apretada en un
catsuit negrísimo, el pelo ala de cuervo y mordiendo unos cigarros de
spaghetti western,
Satana es una heroína marcial de
glam recio que combina
judo y
karate para quebrar los huesos de cada persona que intente desafiar su libertinaje. Como un tajo a mitad de la década del ’60, esta película partía el erotismo tuerca y
fierrero de taller mecánico, mayoritariamente masculino, hasta convertirlo en potencia
mujeril. Al lado de
Satana, el
Marlon Brando de
El salvaje y el James
Dean de
Rebelde sin causa eran poco más que monigotes de cuento infantil.
Meyer hizo que las típicas
femmes fatales de los ’40 y ’50, esas viudas negras que devoran al macho en todo
film noir, salieran definitivamente del
closet.