lunes, 18 de julio de 2011

Telenovela


Todo empezó en Mar del Plata, un verano que disfrutamos con Norberto como chanchitos con casa de piedra, porque ningún soplido de lobo (marino) nos sacaba de nuestra calma vacacional. Para gozar más del tiempo libre, pensé en regalarle a Norberto una novela de César Aira, La villa, que supuse le iba a gustar. Aunque no tiene el hábito de la lectura, Norberto se agarró un entusiasmo considerable después de terminar La villa, y comenzó una relación casi obsesiva con los libros de Aira, llegando a leer a una velocidad que, un poco gracias a su nueva situación de jubilado, me sacó una ventaja de varios cuerpos. Igual, leer a Aira es como entrar un poco en la paradoja de Zenón, algo así como una carrera en la que nunca parece avanzarse, porque siempre hay un punto, un libro intermedio, antes de llegar a una meta, aunque sea provisoria. Esto viene a cuento porque me encargaron, en el contexto de un dossier sobre la representación del paisaje argentino, un artículo sobre Embalse de Aira. Confieso que iba a comenzar comparando a la recurrente presencia de Flores como territorio literario con esos otros lugares, extraños, imaginarios, impensados, falsos, incluso exóticos, donde también se ubican algunas de sus narraciones (incluso considerando que también existe la convivencia de muchos de esos espacios, incluido Flores, en algunas de las novelas). Descarté esa idea porque me parecía demasiado ambiciosa, casi inalcanzable, y algo forzada, especialmente para la poca cantidad de caracteres que me adjudicaron. Así que me concentré en la contaminación que el discurso televisivo imprime en el paisaje (literario y representado) de ese libro de Aira. Cuando hice la primera versión de la nota, llamé a Norberto, porque ahora él es el especialista en Aira de la casa. Esta fue la versión que aprobó y que se publicó en la revista Ñ el sábado pasado:

A mitad de Embalse (1987), César Aira, autoparodiado como personaje secundario de su propia novela, invita a la familia protagónica a pasar el día en su yate, navegando el lago que domina el enclave serrano del título. Durante la travesía náutica suena la banda de sonido del dibujo animado Transformers, que la tv local emitía en los 80.“Todo el lago se ha transformado en un enorme transmisor del audio de la televisión”, le aclaran a la desconcertada familia que no entendía la procedencia del sonido en medio del natural paisaje cordobés. Aunque se proponía dos meses sin TV, sin noticias, abstraído en un limbo vacacional, el pater familias protagonista descubre que el lenguaje catódico se volcó al mundo: “es como si la televisión, ausente, en su misma ausencia, se hubiera hecho realidad”. Así Aira es guía de una excursión a un material de su lenguaje: la voz televisiva –liberada de la dictadura para florecer, en colores, en la primavera democrática–, es la pantalla que ilumina parte de la modernización del paisaje que monta esa novela. La coyuntura –el alfonsinismo, el juicio a la Junta Militar, México 86, la cultura democrática en suma–, es como un diario mojado en ese lago de ondas televisivas, que se destiñe, chorreando tinta, como si estuviese llorando un payaso y sus lágrimas le corrieran el maquillaje, sin saber si su llanto es de risa o de dolor. Y en las sintonías mediáticas donde se cuelga Aira, ni el paraíso vegetal y lacustre de Río Tercero escapa de la rara señal atrofiada por antenas ochentosas de aluminio y alambre: la Naturaleza literaria imita al zapping. “Quizá la dificultad de hacer una topografía de los lugares montañosos estaba en que de cada lado cambiaba la perspectiva, y el paisaje total no podía unificarse. Era como hojear un cuaderno con dibujos, y que eso fuera el paisaje total, no un desplegable”, dice el protagonista, reflexionando sobre su desorientación en la montaña. Ese cuaderno, ese telepaisaje, es Embalse, que salió de la unificación y de la perspectiva que se despliega lineal, para superponer, a ritmo de edición y zapping, hojas como pantallas con interferencias de canales narrativos y visuales entre literatura y TV. Y el pulso de escritura de Aira encendió, con esta novela, ese gran paisaje a control remoto que es su obra.

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