viernes, 12 de julio de 2013

Camp Attack


Hace casi medio siglo, Mrs. Miller estaba en la cresta de una ola extraña: pasaba del gospel y de financiar sus propios discos para ser distribuidos en orfanatos a comenzar a grabar sus canciones pop que tendrían un moderado pero insólito éxito radial que la llevaría incluso a participar del popularísimo programa de tv de Ed Sullivan. Para quienes no conocen a Elva Miller, fue una cantante que, como bien viraliza wikipedia, tenía una voz que sonaba como “cucarachas corriendo sobre la tapa de un tacho de basura”. A mediados de los ’60, Estados Unidos y el mundo ya no eran tan inocentes, aunque ya no podremos saber si realmente el ensayo de Susan Sontag sobre la sensibilidad camp ayudó a que Miller llegara a ser una cantante popular para 1966. Lo que sí sabemos es que, como consigna Paul Roen en el prólogo de su libro High Camp, alguien entrevistó a Miller y le preguntó si sabía lo que significaba la palabra “camp”, a lo que ella respondió: “¡No permitiré que digan guarangadas en mi casa!”. Sí, aunque era el secreto peor guardado de la comunidad gay gracias a las revelaciones de Sontag, todavía la palabra “camp” era considerada un insulto porque aludía a un mal gusto al que poca gente quería estar asociado. Una sensibilidad que había sido maquillada en la clandestinidad, en la oscuridad de antros de reviente gay, ya comenzaba a brillar en la luz de las marquesinas y encandilaba multitudes. Miller era un buen ejemplo. Aquello que se definió como un gusto por lo no natural, el artificio, la teatralidad, la ironía desencadena, la androginia desconcertante y el fracaso de la seriedad ahora era asimilado por la cultura de masas, cuando antes sólo pertenecía mayoritariamente a una subcultura de la complicidad entre gays marginales, clave de acceso a un mundo de sensaciones inversas. (Principio de la nota sobre lo camp actual en Página/12. El resto de la nota por acá.)

Otras de mis notas sobre lo camp tomadas al azar del google:

- A mediados de los ‘40 una nota de Robert Duncan en la publicación de izquierda Politics describía así la estrategia de un grupo proto-queer: “Como las primeras brujas, los activistas homosexuales han rechazado cualquier lucha por la igualdad social y, lejos de buscar dinamitar la superstición popular, han aceptado el rótulo de demoníacos”. Tal vez, esta misma creencia tenía el cineasta gay James Whale para crear el díptico de Frankenstein y La novia de Frankenstein, desglosando en dos la novela gótica de Mary W. Shelley: su capacidad para representar al monstruo queer como paria, como perseguido e incomprendido social pero también la ironía sobre ese retrato, lo hicieron crear el camp terrorífico, un estilo que haría escuela entre la complicidad para leer guiños encriptados en los relatos macabros sobre la sexualidad. Un ejemplo de su humor es que si el terror debe poner los pelos de punta, nada mejor que crear un ícono de esa idea: Elsa Lanchester con peinado batido vertical en plan proto-glam-punk es la versión extrañamente femenina y pop de Lady Frankenstein, moldeado en una peluquería. La prueba del poder seductor, de la potencia mujeril y maricona de ese tocado es que Manuel Puig recuerda a La novia de Frankenstein como la primera película que vio de niño. (nota completa acá)

- Durante los años que registró sus obsesiones, con fantasías exóticas y cívico costumbrismo exagerado reconstruido desde escenografías y performances que cruzan lo grotesco y lo marica, Bidgood aportó una versión de drag queen a la vidriera del imaginario cultural gay a través de esta película, antes de que Warhol volcara su pintura pop en su cine y de que el ensayo sobre lo camp de Susan Sontag se volviese cita obligada para nombrar artificios como Pink Narcissus. (nota completa acá)

- Cuando se estrenó El mago de Oz, Judy Garland recién había cumplido 17 años. La película, a fines de la década del ’30, proponía un prodigioso virado del blanco y negro al technicolor que, junto a la canción “Over the Rainbow”, convertían el relato en un libro para pintar automático, donde la niña actriz trazaba cada pincelada de candidez infantil, para ser primero una clave secreta y luego terminar sacando el arco iris del closet para devenir símbolo de la diversidad sexual. De estampa camp a estampita de culto queer, Judy se convirtió en sinónimo de sensibilidad colectiva y todavía su figura es invocada como ángel guardián de ciertas formas de cultura transformadora. (nota completa acá)

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