sábado, 18 de agosto de 2007

Disparos de ácido


La programación de cine del malba de este mes incluye dos western que todavía se pueden ver en copias deslumbrantes: Día de justicia (Decision at Sundown, 1957) de Budd Boetticher y Hambre de venganza (The Man from Laramie, 1955) de Anthony Mann. Saludable costumbre la del malba de revisar un género casi extinto: el año pasado se hizo un ciclo de 80 westerns reunidos bajo el título Horizontes lejanos. En aquella variada selección, el western tomó dimensiones bastante inusuales, aunque las miradas poco atentas quieran seguir reduciendo su universo a un puñado de nombres propios, a unos paisajes y narraciones estereotipadas. Por el contrario, la sobredosis de películas llegó a hacer de ese recorrido algo bastante parecido a una reconfortante experiencia lisérgica. Estos diez pasos veloces y antojadizos por algunas películas de aquel ciclo quieren ser una suerte de viaje en ácido por el oeste. Y unas recomendaciones para tener en cuenta cuando vuelvan a programar alguna película de este decálogo.

I. Los fanáticos de John Ford seguro se conmoverán por el plano donde esa puerta del rancho que encuadra un territorio desde donde el héroe se comunica con la aridez del paisaje de la aventura solitaria en Tiro fijo (Straight Shooting, 1917), casi medio siglo antes que Más corazón que odio. Yo me conmuevo con un tiroteo donde unos forajidos a caballo se convierten en remolino al rodear una casa y sumirla en el polvo de los tiempos. Ford y Harry Carey, el flemático protagonista, observan la escena desde lo alto: el punto justo más arriba del bien y del mal.

II. Otra con Harry Carrey, ahora en medio de la historia de siempre: un sheriff ecuánime echado por la corruptela pueblerina de un par de politicastros. Pero como su título lo dicta (Más allá de la frontera, Beyond the border, 1925) este western se resuelve al borde: un duelo final en una habitación oscura, donde los disparos son rayos blancos en la pantalla negra. La violencia del revolver es definitivamente luminosa.

III. Gregory Peck llega a una ciudad para esperar el amor y la muerte, y se sienta en un saloon desolado perfectamente anodino. Pistolero legendario, Peck se convierte en el centro del pueblo reunido en la puerta del saloon para desear lo que el título en castellano revela: Fiebre de sangre (The Gunfighter, 1950). La espera termina, el pueblo tiene lo que quiere y Peck encuentra el amor y la muerte, que, según nos cuenta Henry King, son producto de una misma y trágica sincronía.

IV. Robert Ryan hace de Sundance Kid. Y es el más malo del oeste. Dos momentos lo confirman: los asesinatos de un indio y una mujer son las secuencias más estilizadas de la película perpetradas con salvajismo por Ryan en Los malos regresan (Return of the Bad Men, 1948). El seductor hombre modero convertido en villano. De esta forma, Ryan es a esta película lo que Richard Widmark a El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947): todo el mal y toda la belleza que puede dar el cine sin tener que pedirle permiso al mundo.

V. Randolph Scott espera la justicia refugiado en un bar de mala muerte con un espejo recién instalado detrás de la barra. Un pueblo entero cree que es un asesino y quieren ahorcarlo con La soga siniestra (Riding Shotgun, 1954). Fritz, al dueño del bar apestoso, dice que compró el espejo porque a la gente le gusta mirarse cuando toma alcohol. Es cierto: nadie quiere perder la visión ni siquiera cuando la mente está turbia de borrachera. Y esa es la lección de este cabal western de Andre De Toth: dejar imágenes claras incluso de la locura colectiva.

VI. Joseph H. Lewis no sólo era un director de cine, también era un modelo de resistencia. Odio contra odio (The Holliday Brand, 1957) es su ejemplo más vital. Joseph Cotten es un héroe shakeaspereano con más estatura de sus personajes para Welles. Y este es otro drama de sangre: un padre-sheriff no quiere que sus hijos mezclen su sangre con indios o mestizos. Cotten es un hijo rebelde con causa: a pura violencia responde a su padre hasta matarlo. No hay película más parricida que esta, considerando que el western es un género patrio.

VII. Nada tan surreal como que el duelo final de un western se dispute entre un arpón y un revólver. El mar siempre fue un horizonte tan lejano que ese objeto es inimaginable en el oeste. Pero nadie tan estricto cinematográficamente como para ir más allá de la imaginación como Joseph H. Lewis, que además con El vengador de su padre (Terror in a Texas Town, 1958), como bien lo dice su título en español, hace una película en contra de la anterior Odio contra odio (siguiendo por anticipado la preceptiva de Truffaut de que un director debe hacer una película en contra de la anterior). Un vanguardista.

VIII. Los profesionales (The Professionals, 1966) es una historia de superhéroes; más precisamente, Lee Marvin, Burt Lancaster, Robert Ryan y Woody Strode no son otra cosa que una encarnación de Los 4 Fantásticos. Al menos, Lee Marvin es tan duro como el hombre roca y Burt Lancaster, en su papel de forajido en pijama, es tan inflamable como el hombre antorcha: escupe dinamita y sus dedos salpican nitroglicerina. Vean para creer.

IX. El caballo de hierro: el gran demonio (The Iron Horse: High Devil, 1966) es la historia de una viuda negra: una poderosa mujer-asesina que detiene literalmente un tren. Un beso furioso de ella es como una escena de asesinato, pero esta no es una película de Hitchcock ni un film noir, simplemente se trata de otro de los desequilibrios de Sam Fuller: éste perpetrado como parte de un capítulo para una serie de TV pero que no lo hace retroceder ni un centímetro de su habitual ferocidad.

X. El tirador (The Shootist, 1976) es la última película protagonizada por John Wayne, filmada cuando ya sufría del cáncer que lo terminó de matar en 1979. Y por eso es más documental que ficción: la imagen de Wayne languidece a cada golpe de montaje. El duelo, en este caso, es entre la cámara y el cuerpo enfermo del actor. Don Siegel cabalga junto a Wayne para viajar hacia la descomposición de un hombre hecho mito a fuerza de la luz cinemática del western. Y la dupla Wayne/Siegel parten de idéntica idea extrema que Wim Wenders y Nicholas Ray (muerto cinco días después que Wayne) en Lighting over Water (1980): tener la certeza de que invitar a la muerte a girar la manivela es también una experiencia transformadora.

1 comentario:

Unknown dijo...

puf. muy buenos los testitos de las de convoys. más de esos.